Lionel Messi se lamenta tras la derrota argentina.
“Messi por favor no pierdas más”. Ese es el texto en la placa de Crónica, 15 minutos después de la derrota de Argentina. La frase no viene de un monólogo de Alejandro Fantino, no viene de un editorial de Martín Liberman. Viene de un niño. Un niño que le pide a Messi que deje de perder.
Hay que prestar atención a todo lo que dice ese niño con seis palabras. No le reprocha una derrota a Argentina. No perdió Argentina, perdió Messi, porque Argentina es, desde hace ocho años, una mochila de campamento que carga sobre el cuerpo de Lionel Messi.
Hay algo que pasa con esta Argentina. Con la Argentina de Messi. Hay algo que nos pasa a nosotros, uruguayos, con esta Argentina de Messi. Hay algo que nos pasa a nosotros, que escribimos esto, con esta Argentina de Messi. A nosotros, ahora, se nos estruja un poco el corazón y el único culpable de nuestra tristeza es él: Messi. Messi y su cabeza hacia abajo cada vez que está con la selección de su país. Porque son pocas las veces en las que ha levantado la cabeza. Nadie lo ayuda a levantarla.
Messi está solo. Messi lleva casi una década en soledad, desde el momento en que se acabó el Mundial de Sudáfrica y Sergio Batista decidió sacarle la cinta de capitán a Javier Mascherano para ponerle un brazalete de púas en el brazo al crack del Barcelona. Porque era el crack y tenía que ser como Diego Maradona, que levantó la Copa del Mundo como crack y como capitán, entonces Messi tenía que ser el capitán, porque tenía que ser campeón del mundo y ser venerado, y ser amado, y convertirse en un dios pagano que convirtiera su cara en la cara de Argentina.
La Quinta Tribuna.
Y Argentina es un país que tiene la capacidad de crear a un dios desde la nada más absoluta y de destrozarlo en un solo pestañeo. Que no acepta grises y se maneja en los extremos: o dios omnipotente o simple mortal.
Argentina está al borde de la eliminación y si nadie dice que ya está fuera es porque es Argentina. Pero en realidad ya se siente afuera. Se siente afuera desde que Caballero quiso levantar la pelota por encima de Rebic, se quedó corto y terminó siendo Rebic el que se la tiró por arriba para cortar con un 0 a 0 que hasta entonces estaba parejo. Argentina perdió la esperanza de un empate cuando Luka Modric, el otro 10, el otro capitán, metió un zapatazo que se metió por el palo izquierdo. Argentina cayó en un estado de depresión nacional cuando vio a sus defensas estáticos y más preocupados por pedir un offside que por prestar atención a que Rakitic se metía por el medio del área sin nadie que lo marque.
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Argentina quedó a un paso de la eliminación más dolorosa de su historia cuando Sampaoli, al igual que hace tres años en el Centenario, le gritó “cagón” a un futbolista rival perdiendo por un gol y, al igual que en el Centenario, terminó recibiendo tres goles y viéndose más afuera que adentro del equipo que estaba dirigiendo.
Messi mira la copa, solo, luego de perder la final del mundo con Alemania. Messi llora, solo, después de errar el penal contra Chile en Estados Unidos. Messi se lamenta, se agarra la cabeza y quiere evitar las cámaras desde el momento en que suena el himno argentino. Y sigue solo. Y nadie se acerca.
La cinta de plomo que Messi lleva en el brazo lo obliga a tener que ser el que enfrenta todo en soledad, porque es lo que se espera del capitán. Y Messi no quiere eso. Messi quiere un amigo que lo acompañe tomando mate en el ómnibus. Messi quiere un compañero de cuarto que converse con él sobre la vida y no se ponga a mandar videos que van a ser compartidos por cualquiera y replicados en los portales de todo el mundo.
Messi no quiere ser “el presidente del club de amigos”. Messi quiere ganar, pero cada vez que está con Argentina pierde. No pierde Argentina, pierde él. Él que se agarra la cabeza mientras suena el himno. Él que camina en la cancha sin entender cómo es posible que nada salga como lo planearon. Él, que aunque tenga el karma de los penales errados con la selección, igual la agarra y se arriesga. Él, que lo erra. Él, que está por cumplir 31 años pero que igual necesita que alguien, al menos uno de sus compañeros, le diga que está bien, que no pasa nada, que ya va a salir. Pero no. No hay nadie. Solo él, que inclina el torso y se agarra las rodillas y mira hacia abajo, en un gesto que intenta ser de perdón pero que los argentinos no perdonan. No lo perdonan.
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